jueves, 5 de noviembre de 2009

EL FOLLÓN DEL TELETÓN




EL FOLLÓN DEL TELETÓN


Teletón no le sirve al país, sino al puñado de empresarios que lo organizan, encabezado por el dueño de Televisa.

Las palabras son maravillosas. A veces, un mismo vocablo quiere decir dos cosas contrapuestas, o casi. Tomen ustedes el caso de follón. La primera definición se la escuché a Miguel Luna, un viejo refugiado español, hace muchos años, en una librería del viejo centro de la ciudad: “un follón –dijo el hombre, con voz cavernosa- es un peso silencioso, y de los más atroces”. Por extraña que parezca, aquel anciano tenía razón, al menos en parte. El Diccionario de la Real Academia da como quinta acepción del término “ventosidad sin ruido”, aunque no establece que deba ser particularmente apestosa. Pero a renglón seguido, el tumbaburros da un segundo significado: “alboroto, discusión tumultuosa”. O sea que un follón puede ser tanto una hediondez muda como un asunto ruidoso.

El teletón es ambas cosas y las dos huelen muy feo.
Su cara pública es un pedo estruendoso, una misericordia vuelta escándalo. Los ricos y famosos, los integrantes de esa casta conocida como gente bonita, se reúne para decir a gritos -y ustedes saben cuanta capacidad para gritar tienen los medios desinformativos electrónicos- que aman al prójimo y que les interesan los demás, los que no son ricos ni famosos y que padecen, para colmo, alguna discapacidad. No hagan caso de los críticos ni de los amargados: en realidad, las estrellas de televisión y los empresarios son tan generosos que, con tal de ayudar a los más necesitados pueden llegar incluso a quitarse de la boca una cucharada de postre. De esa manera se establece un círculo virtuoso genial, que los desamparados reciben un poquito de calorías y sus benefactores no engordan tanto.

A mi modo de ver, la limosna tiene algo de asqueroso, porque pone la satisfacción de las necesidades básicas de una persona (comer, curarse, vestirse) en un terreno de cumplimiento optativo: lo que sea la voluntad del donante. El mendigo carece de derechos y, en correspondencia, nadie tiene obligaciones hacia él: su vida depende de que otros quieran ayudarlo, o no. Por supuesto, las autoridades locales y nacionales no son responsables si el limosnero come o no come, si se enferma, si se cura o si se muere.

Hubo un tiempo, lectoras y lectores jóvenes, en que los habitantes de este país decidieron que la alimentación, la salud, la vivienda y la educación de todos los mexicanos eran derechos garantizados por el Estado. La constancia de ese tiempo mítico puede hallarse en un viejo libro de leyendas llamado Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que a la letra dice: “Toda persona tiene derecho a la protección de la salud. Toda persona tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa. Los niños y niñas tiene derecho a la satisfacción de sus necesidades de alimentación, salud, educación, y sano esparcimiento. Los ascendientes , tutores y custodios tienen el deber de preservar estos derechos. El Estado proveerá lo necesario para propiciar el respeto a la dignidad de la niñez y el ejercicio pleno de sus derechos.”

Así eran las cosas en la antigüedad en buena parte de los reinos del mundo. Pero hace muchos años, en un reino lejano, un guerrero siniestro decidió cambiar ese orden establecido. Decidió que el Estado sólo debía ser responsable de enriquecer a los más ricos, que los fondos públicos debían ser robados por los gobernantes y que, en lo sucesivo, la comida y la salud de los más pobres dependerían de la caridad privada. El reino se llamaba Chile, y el guerrero se apellidaba Pinochet y en su gobierno (impuesto sobre una montaña de muertos, desaparecidos y torturados) un bufón de la corte estableció el primer teletón en lengua española.

Años después en nuestro país, un comerciante inescrupuloso de apellido Salinas se robó la presidencia y desde ella empezó a aplicar las mismas políticas económicas y sociales que Pinochet aplicaba en Chile. Esas mismas políticas, vigentes hasta nuestros días, establecen que al gobierno debe valerle madre la suerte de los hambrientos, de los sin techo, de los desempleados, de los huérfanos, de los enfermos, de los discapacitados. Para eso están los semáforos, en donde esa gentuza puede pedir limosna a los automovilistas, o las fundaciones empresariales, en las que cada magnate decidirá qué hacer con el dinero que no alcanzó a gastarse.

La limosna es un poquito asquerosa porque parte de la negación del derecho del beneficiario, incluso cuando se otorga en silencio y de manera anónima, pero es peor cuando el generoso benefactor pide cámaras de televisión y micrófonos de radio para difundir al mundo su gesto altruista: es el barullo de la generosidad, el escándalo mediático de la bondad, la exhibición masiva de unos intestinos caritativos dispuestos a expeler lo que les sobre para ayudar a unos discapacitados a los que los gobernantes tendrían que estar atendiendo por obligación si en vez de robarse nuestros impuestos ( o de donarlos a personas en situación de extrema riqueza) los gastaran de manera honesta. Eso ya es para revolverle el estómago al más experimentado de los coprófagos.

Atrás de las cámaras, en el sosiego de las comidas de negocios y de los despachos fiscales, se desarrolla el pedo silencioso: el teletón es una suma de jugosos negocios, aunque sus protagonistas no quieran reconocerlo, y también hiede a caca. Vean o huelan esto: datos de Chile indican que sesenta y cinco por ciento de los consumidores cambiaron sus marcas preferidas por otras que se adhirieron a la “cruzada por la solidaridad”, lo que significa que las segundas obtuvieron un formidable incremento de ventas a cambio de regalarle unos pesos a los desamparados. Por añadidura, las firmas que participan en esta farsa se benefician también con largos minutos de publicidad gratuita. Si realizan prácticas desleales o monopólicas, si les toman el pelo a los clientes, si exprimen a los proveedores, si contaminan, si pagan salarios de hambre a sus trabajadores y les niegan sus derechos elementales, no importa: en la misa del teletón sus pecados serán absueltos y les será obsequiada una imagen impoluta de “responsabilidad social”. Ah, que bonito es lo bonito.

Pero falta: las empresas pedinches que chantajean a sus consumidores con imágenes de niños con parálisis cerebral y demás, recaudan grandes sumas de dinero que luego donan al teletón y reciben, por ello, deducciones fiscales equivalentes a los montos que entregan. ¿Con sus donaciones? Pues no: con las donaciones de sus clientes. De esa manera, los astutos samaritanos reducen la cantidad de impuestos que pagan; ya ven que luego la Secretaría de Hacienda termina por devolverles dinero. Las arcas públicas reciben menos de lo que debieran y el gobierno encuentra el pretexto perfecto para no cumplir con su obligación constitucional de atender a los que lo necesitan: “Es que no hay suficientes recursos”. Negocio redondo.

No diré que los Centros de Rehabilitación Infantil Teletón (CRIT), financiados con los recursos de la enorme colecta no funcionan, ni que funcionan mal, ni que son maravillosos, porque no me consta. Lo que me queda claro es que, en materia de discapacidad infantil, como en el resto de nuestras miserias sociales, lo correcto y lo decente es atender las necesidades, sean cuales sean, y no sólo aquellas para las que alcanzó el boteo ni las que se decidan entre un grupito de señores de bolsillo hinchado. O sea, puede ser que los CRIT sirvan a sus pacientes, pero el teletón no le sirve al país, sino al puñado de empresarios que lo organizan, encabezado por el dueño de televisa.
Por eso digo que el teletón no eres tú. Ni lo quiera Dios: el teletón es un follón.

PEDRO MIGUEL. NAVEGACIONES. LA JORNADA. CARTÓN DE HERNÁNDEZ

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