LACRIMOSA
Alguna vez la televisión tuvo recato, guardó ciertas formas, mantuvo un tácito código de conducta. De no ser durante el clímax de un culebrón, nadie lloraba a cuadro. Recuerdo tiempos remotos en que, mientras yo me encerraba en mi cuarto de un humor negro porque no me permitían ver Ultraman, mi parentela (sin entrar en detalles que serían reclamo en la próxima reunión de familia) se licuaba a mares por las desventuras de Mamá Campanita y ni qué decir del episodio final de Mundo de juguete, cuando se descubrió que la linda niña Cristina padecía una esquizofrenia marca “por tus pujidos nos cacharon” y resultó que la dulce abuelita, su casa, sus ricas golosinas y sus adorables mascotas no eran más que una alucinación producida por a saber qué desgarriate en el cerebro de la pueril protagonista debajo de aquellos bucles perfectos. Cómo olvidar las desventuras de la Surianita , de Colorina, de Rosa Salvaje y de los ricos que también lloraban… Pero tiempos llegaron en que la televisión fue inventándose modos de mantener a la gente lo más posible pegada a la pantalla y así llegamos a donde estamos hoy. Es decir: el ámbito del ridículo asumido como virtud, espacio donde impudicia y morbo despedazan en feliz maridaje cualquier resquicio que de pudor le quedara a la sociedad moderna; circo de mil pistas donde la mesura es una muchachita manoseada todos los días por el apetito económico en que se traduce cualquier tragedia: mientras mayor sea el flujo de lágrimas y mocos, mayor la posibilidad de que la gente deje quieto el control remoto y se sople enteras, una tras otra, todas las barras de comerciales que quiera doña tele empujarle gaznate abajo. Perdido el decoro, lloran, lloramos todos. Los entrevistados, los entrevistadores, el televidente a mares, porque de eso se trata, pero estoy seguro de que cuando de llorar se trata, lloran también sonidistas, tramoyistas, camarógrafos, jefes de piso y hasta jefes de información. Y es que la televisión se ha especializado, en esa agüita salada que tiene enzimas, proteínas y antibióticos: la lágrima. La experiencia de los productores de programas de televisión hace ya algún tiempo demostró que la tristeza, la emoción solidaria y el sentimentalismo capturan más el ideario colectivo que los actos de violencia o el mismísimo rey gol, y la mejor fuente de ese sentimentalismo, de esa manera de enseñar los calzones de la emoción humana, es el peatón: la señora gorda que quiere hablar de cuando hace veinticinco años abandonó a sus hijos pequeños y ahora, aquí, valiente y de frente al mundo por el milagro de la televisión, busca reencontrarse con ellos, pedir perdón, volver a empezar; el chico que ya no aguanta la encerrona en el armario y se le queman las habas por decirle a sus padres –y a su hermano militar, homófobo de carrera– que sí, que de niño le gustaba jugar con las Barbis y estaba enamorado de su maestro de educación física, y que miren, les presento al amor de mi vida, se llama Martín; o el hombre que en último acto de contrición ha buscado reunirse con su mujer y sus hijos, hace mucho abandonados, para pedirles perdón por los maltratos que les impuso durante décadas de brutalidad y violencia y decirles adiós, hijitos míos, mujercita querida, porque lo carcome un cáncer de pulmón y le quedan apenas dos meses de vida. O qué tal el ayer borracho irresponsable y hoy alcohólico redimido, el infiel promiscuo y consuetudinario de pronto temeroso de dios, la cleptómana arrepentida, el ludópata rehabilitado. Qué tal la retórica facilona y antropófaga del Teletón … En fin, que con tanta insistencia hasta yo, que me las daba de que los hombres duros no bailan ni lloran ni piden un cóctel, desde que soy pater familias con prole de única emperatriz, reviento como anciana en velorio ante cualquier niñita a cuadro a la que acompañe un pianito sentimental, o con esos finales de película gringa donde gana el partido el equipo de los jodidos, o la carrera el competidor más cucho y maltratado, chueco o minoritario, y peor si la cosa es en cámara lenta y al fondo un arreglo de música conmovedoramente dulce, y mis tales llantos me hacen recordar que no es cierta mi presunta coraza, que soy de cáscara rompediza y ya de niño lloraba con la orfandad de Bambi, con la tristeza de Dumbo y con cualquier pinche animal atropellado, golpeado, pateado, comido o baleado, así que ya me voy dando cuenta, con esto de que escribir columnas periodísticas también me resulta en terapia, de que siempre he sido un buen llorón…
JORGE MOCH. LA JORNADA SEMANAL. CARTÓN DEL FISGÓN.
JORGE MOCH. LA JORNADA SEMANAL. CARTÓN DEL FISGÓN.
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