martes, 15 de diciembre de 2009

DE BELÉN A AUSCHWITZ




DE BELÉN A AUSCHWITZ

En medio de un mundo roto, de una dolorosa destrucción del hombre y de la naturaleza en aras del mercado, del sueño del dinero y del poder tecnológico, estamos a unos días de celebrar el misterio de la Navidad. Esta fiesta, una de las más importantes de Occidente, nada tiene que ver con las formas en que el mercado la ha envuelto, desfigurando su sentido y ocultando su significación. En realidad, las fiestas, que son misterios, son esos grandes momentos de suspensión que nos aguardan en las encrucijadas de la historia y nos llaman a detenernos en el tiempo para meditar en ellos y reconocer su sentido en nuestras vidas. La Navidad es la fiesta de la pobreza; es la fiesta de la Encarnación, del anonadamiento de Dios, del descendimiento de la omnipotencia divina a los límites humanos. Es también, y por lo mismo, la fiesta de la salvación y del develamiento del amor; la fiesta de la redención del mundo y de su carne. En este sentido, la Navidad tiene un doble rostro, que contiene en su unidad las dos caras del amor: el del sufrimiento y el gozo o, mejor, el del sufrimiento en el gozo: el vaciamiento del poder de Dios que por amor entra en el mundo y se hace una de sus criaturas para abrazarlas y salvarlas. El acontecimiento, como todo aquello que es verdaderamente significativo, sucede en el secreto: es el nacimiento de un niño pobre, nacido fuera de su casa, en la gruta de un oscuro pueblo de Palestina y privado de lo que el hijo del más humilde de los campesinos tiene el día de su nacimiento, una cuna. A un mundo señoreado por el imperio romano, por el poder del César; a un mundo en el que Dios se ha revelado con la imagen ruidosa del Trueno y la esplendente del Sol. Terrible, destructor; a veces, cruel. A un mundo que esperaba la liberación por el poder de la fuerza, no le importó; ni siquiera se dio cuenta. A quienes les importó y reconocieron el acontecimiento, fueron precisamente aquellos que bajo la intemperie, arraigados a la tierra, adheridos con su carne al mundo, sabían mirar, oír y percibir: a los magos que leen los signos del cielo y a los pastores, que leen los signos de la tierra. Sin embargo, nosotros, que heredamos esa revelación y año con año la celebramos, hemos perdido las significaciones profundas que aún tuvo ese acontecimiento para la cristiandad hasta antes de la segunda guerra mundial. Hijos de Auschwitz, de la bomba atómica, de las computadoras, del mercado, de la manipulación genética y del genoma; hijos de la muerte de los bosques y del horror de la producción industrial; de los implantes cardiacos, del temor a la muerte y del poder tecnológico que busca simular la vida y promete paraísos de inmortalidad, hemos reducido el misterio de la Encarnación a una mera celebración envuelta por las luces artificiales de los establecimientos comerciales y el ruido, es decir, a una especie de show. El mundo de la Encarnación, por el que Dios entró al mundo de los sentidos y de los límites para santificarlo y mostrarlo como camino, parece sólo un buen pretexto para gozar de un mundo colonizado por las máquinas y acolchado por las promesas de más artificialidad; en síntesis, para gozar de un mundo desprovisto de carne y vida. El poeta Paul Celan, que vivió el horror de la Shoa, es decir, el antecedente del mundo que ahora vivimos, sabía que del mundo que conocimos, del mundo de la encarnación, sólo quedaba el humo que desde las chimeneas de Auschwitz ensuciaba el cielo. Esa horrible realidad tiene hoy su correlato en las computadoras modernas, en las que la tecla "Del" aparece como el emblema de un mundo que puede ser borrado para siempre como, a partir de Auschwitz, se ha ido desvaneciendo de él la carne concreta de los seres humanos redimida por la Encarnación. En un mundo así, el pobre, ese cuerpo concreto en donde hace dos mil años se encarnó Dios, se ha convertido en un conjunto de cifras y gráficas administrables por los poderes económicos. La realidad sensorial, limitada y magnífica de lo humano en la que un día se encarnó el Verbo ha sido lentamente recubierta por mandos programados que nos dicen cómo ver, cómo oír, cómo vivir y trabajar, cómo convertirnos en un instrumento dócil a la administración del mando de las abstracciones del mercado y sus tecnologías. "La supervivencia -escribía Illich- en un mundo artificial [es decir, la educación para un mundo vuelto irreal o, en otras palabras, para un mundo hecho con los productos de la factibilidad técnica ilimitada] empieza con libros, cuyos textos se reducen cada vez más a cuadros gráficos y terminan en la dócil aceptación" de los pobres y "de los moribundos a no juzgar su estado sino por los resultados" de los planificadores de la economía "y de las pruebas de laboratorio". ¿Quiere decir esto que el misterio profundo de la Redención se perdió para siempre? No, quiere decir que su significación desapreció como una línea borrada de la computadora. Sin embargo, en la medida en que ese misterio está cosido a la carne y el corazón del hombre, sucede, como sucedió en la Palestina del primer siglo, en cada momento de la historia y de manera secreta. Un acontecimiento de esta índole me viene a la memoria. Sucedió en Auschwitz en 1941. Debajo de la maquinaria nazi, en donde los seres se habían convertido por vez primera en cifras administrables, un pobre franciscano, Maximiliano Kolbe, que había sido acusado de denunciar el nazismo y encarcelado, asistía a uno de los primeros actos macabros de ese régimen. Un prisionero se había fugado. En represalia, el SS Fritsch designó al azar 10 víctimas que irían a morir de hambre y de sed a los sótanos de la prisión. Uno de los elegidos, el sargento Francis Gajowniczeck, se quiebra en llanto. Dos palabras brotan de sus labios: "Mi mujer..., mis hijos". Kolbe se levanta de la masa informe de prisioneros y se dirige al comandante: "Quiero morir en lugar de ese prisionero -señala a Gajowniczeck, que presa de la angustia no dejaba de gemir-. Yo no tengo ni mujer ni hijos [...]". En medio del horror de la guerra, del exterminio sistemático, de la resistencia, nadie, con excepción de los espectadores, supo del acto. Albert Camus lo registra en sus Cartas a un amigo alemán, asombrado y sin saber el nombre del sacerdote. ¿Qué había sido ese acto en medio de millones de muertos, asesinados y destruidos en su humanidad? ¿Qué había sido ese acto en medio de un mundo que, a pesar de haber derrotado a Hitler, había asumido sus maneras de reducir a los seres humanos a unidades administrables? En el orden de un mundo que ha perdido su carne -al igual que el acontecimiento de la Natividad lo fue para un mundo que, sometido a los poderes del imperio romano, soñaba con una liberación por la fuerza y el poder- es nada. Pero, para aquellos que con sus ojos y sus oídos de carne aún saben ver y oír, ese acontecimiento, que en el Auschwitz del dolor y de la muerte rememoraba el de la Navidad en Belén, es un acontecimiento que nos arrebata desde lo alto y nos toma desde abajo. La Navidad, como el acontecimiento de Auschwitz, es la altura, la longitud y la profundidad del amor al que estamos llamados; es un amor que nos llama a un nacimiento celeste en la carne, en el tiempo, en el siglo y que nos pone de cara a la carne de los hombres y del mundo que la desencarnación de las estructuras económicas, administrativas y tecnológicas quiere arrancarnos, como un día Herodes quiso arrancar la encarnación con el asesinato de los inocentes y Hitler con los crímenes de Auschwitz. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez y liberar a los 33 acusados del Frente Cívico Pro Defensa del Casino de la Selva.

JAVIER SICILIA. PROCESO.

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