LA DESESPERACIÓN DE LA ESPERANZA
El deber estricto de la sociedades temporales es construir una ciudad donde el hombre no esté constantemente confrontado con la abrupta roca de la esperanza teologal. Es inhumano imponer al común de la gente un heroísmo cotidiano. La ciudad terrestre debe sustituir el esfuerzo hacia la esperanza final. Más aún, la esperanza terrestre debería ser como la sombra de la esperanza divina, como una participación de la bondad de Dios mismo (...) Un mundo en el que todos los días se necesita la escarpadura abrupta de la esperanza teologal para que un hombre que quiere hacer vivir a sus hijos pueda sostenerse, es un mundo satánico.”
Estas palabras, que Charles Möeller dedica a Los justos de Albert Camus, no sólo describen la realidad rusa que llevó a los terroristas de 1905 a tomar el camino que concluiría en la Revolución de Octubre; paradójicamente, describen, cien años después de los sucesos en los que están envueltos Los justos, la realidad de nuestro país.
Cuando en nuestro país millones de seres humanos tienen que levantarse día tras día sabiendo que sus hijos saldrán de la casa con hambre, que habrá que limitarles el frijol y las tortillas, que no hay empleo, que se perdió, o que el fisco, para los pocos que tienen un trabajo, los despojará de casi la mitad de su salario para sostener la corrupción de los funcionarios públicos y la impunidad de los grandes consorcios; cuando millones de personas, haciendo esfuerzos sobrehumanos, llevan a sus hijos a la escuela sabiendo que el futuro está cerrado; cuando se amanece con nuevas cifras de torturados, asesinados, decapitados, secuestrados y mujeres violadas; cuando el agua y el cielo están contaminados; cuando junto a toda esa esclavitud los funcionaros y los grandes empresarios disponen de consumos cuantiosos, es señal de que de la ciudad terrestre ha desertado la esperanza humana y se ha impuesto a más de la mitad de los habitantes una heroicidad cotidiana. Pero es señal también de que algo, que está más allá de esa realidad, los determina, algo que los hace levantarse y creer, contra toda evidencia, que un día cualquiera todo irá mejor.
Esa esperanza es lo que Möeller llama teologal, una esperanza que sólo puede nacer cuando la esperanza humana ya no es capaz de proporcionar nada.
Los cristianos podríamos elogiarla como una prueba de la existencia de Dios. Sin embargo, esta esperanza sólo tiene sentido para quienes, como los esclavos, los condenados a muerte y los enfermos terminales, no pueden esperar ya nada de los hombres. “Sólo necesitamos a Dios –escribía León Chestov– para lo imposible. En cuanto a lo posible, nos bastamos los hombres”. Sin embargo, cuando esa esperanza, a causa de la ineficiencia y la corrupción de los que custodian la ciudad terrestre, se instala en la vida cotidiana, es señal de que lo que es una bienaventuranza se vuelve una realidad satánica. Dios sólo tiene sentido cuando se presenta en el don que otros nos entregan. Cuando no es así y los seres humanos deben levantarse con la esperanza de que lo que algún día estuvo allí y constituía la vida humana –el trabajo, el aire, el alimento, el cielo, el agua, la confianza en los otros– volverá a estar, la esperanza teologal se vuelve infernal. Nadie puede vivir confrontado en la vida cotidiana con ella sin rebelarse.
A lo largo de la historia, los pueblos que han sido reducidos a vivir en ella han terminado por levantarse. Ha sido, curiosamente, la esperanza teologal el motor que ha conducido a los pueblos a rebelarse para reemplazarla por motivos humanos de confianza razonable.
" Los movimientos sociales que, desde el zapatismo, no han dejado de articularse en México hablan de que la esperanza teologal a la que los políticos y el mercado han reducido a la gente ha llegado al límite de lo intolerable, y de que no es posible continuar habitando en ella. No están pidiendo gran cosa. No quieren tratos de favor. Quieren únicamente vivir con dignidad. Gustosamente trabajaron por la democracia, pero no pueden comprender que la democracia les cierre las esperanzas que estaban contenidas en ella, ni que políticos que se dicen cristianos hayan decidido tomar el camino del infierno para satisfacer los intereses más abyectos y el gusto por una esperanza que ellos mismos, al igual que los saduceos de la época de Jesús, no están dispuestos a vivir.
Vivimos de una u otra forma tiempos de esperanza, y la esperanza radica en que no es posible vivir en el infierno. Los hombres de este país necesitamos esperanzas humanas, esas esperanzas que hacen que la esperanza teologal se coloque en su justo sitio, y que sólo nacerán cuando los que custodian la ciudad terrestre decidan ponerse no al servicio de las abstracciones y sus intereses –esas abstracciones que con el rostro de Dios, del comunismo, de la raza o del mercado han producido los peores infiernos–, sino de los hombres en su existencia diaria.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Estas palabras, que Charles Möeller dedica a Los justos de Albert Camus, no sólo describen la realidad rusa que llevó a los terroristas de 1905 a tomar el camino que concluiría en la Revolución de Octubre; paradójicamente, describen, cien años después de los sucesos en los que están envueltos Los justos, la realidad de nuestro país.
Cuando en nuestro país millones de seres humanos tienen que levantarse día tras día sabiendo que sus hijos saldrán de la casa con hambre, que habrá que limitarles el frijol y las tortillas, que no hay empleo, que se perdió, o que el fisco, para los pocos que tienen un trabajo, los despojará de casi la mitad de su salario para sostener la corrupción de los funcionarios públicos y la impunidad de los grandes consorcios; cuando millones de personas, haciendo esfuerzos sobrehumanos, llevan a sus hijos a la escuela sabiendo que el futuro está cerrado; cuando se amanece con nuevas cifras de torturados, asesinados, decapitados, secuestrados y mujeres violadas; cuando el agua y el cielo están contaminados; cuando junto a toda esa esclavitud los funcionaros y los grandes empresarios disponen de consumos cuantiosos, es señal de que de la ciudad terrestre ha desertado la esperanza humana y se ha impuesto a más de la mitad de los habitantes una heroicidad cotidiana. Pero es señal también de que algo, que está más allá de esa realidad, los determina, algo que los hace levantarse y creer, contra toda evidencia, que un día cualquiera todo irá mejor.
Esa esperanza es lo que Möeller llama teologal, una esperanza que sólo puede nacer cuando la esperanza humana ya no es capaz de proporcionar nada.
Los cristianos podríamos elogiarla como una prueba de la existencia de Dios. Sin embargo, esta esperanza sólo tiene sentido para quienes, como los esclavos, los condenados a muerte y los enfermos terminales, no pueden esperar ya nada de los hombres. “Sólo necesitamos a Dios –escribía León Chestov– para lo imposible. En cuanto a lo posible, nos bastamos los hombres”. Sin embargo, cuando esa esperanza, a causa de la ineficiencia y la corrupción de los que custodian la ciudad terrestre, se instala en la vida cotidiana, es señal de que lo que es una bienaventuranza se vuelve una realidad satánica. Dios sólo tiene sentido cuando se presenta en el don que otros nos entregan. Cuando no es así y los seres humanos deben levantarse con la esperanza de que lo que algún día estuvo allí y constituía la vida humana –el trabajo, el aire, el alimento, el cielo, el agua, la confianza en los otros– volverá a estar, la esperanza teologal se vuelve infernal. Nadie puede vivir confrontado en la vida cotidiana con ella sin rebelarse.
A lo largo de la historia, los pueblos que han sido reducidos a vivir en ella han terminado por levantarse. Ha sido, curiosamente, la esperanza teologal el motor que ha conducido a los pueblos a rebelarse para reemplazarla por motivos humanos de confianza razonable.
" Los movimientos sociales que, desde el zapatismo, no han dejado de articularse en México hablan de que la esperanza teologal a la que los políticos y el mercado han reducido a la gente ha llegado al límite de lo intolerable, y de que no es posible continuar habitando en ella. No están pidiendo gran cosa. No quieren tratos de favor. Quieren únicamente vivir con dignidad. Gustosamente trabajaron por la democracia, pero no pueden comprender que la democracia les cierre las esperanzas que estaban contenidas en ella, ni que políticos que se dicen cristianos hayan decidido tomar el camino del infierno para satisfacer los intereses más abyectos y el gusto por una esperanza que ellos mismos, al igual que los saduceos de la época de Jesús, no están dispuestos a vivir.
Vivimos de una u otra forma tiempos de esperanza, y la esperanza radica en que no es posible vivir en el infierno. Los hombres de este país necesitamos esperanzas humanas, esas esperanzas que hacen que la esperanza teologal se coloque en su justo sitio, y que sólo nacerán cuando los que custodian la ciudad terrestre decidan ponerse no al servicio de las abstracciones y sus intereses –esas abstracciones que con el rostro de Dios, del comunismo, de la raza o del mercado han producido los peores infiernos–, sino de los hombres en su existencia diaria.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
JAVIER SICILIA. PROCESO.
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