El presidente doblegado
Felipe Calderón ha extremado sus medidas de seguridad, los guardias presidenciales que vigilan la residencia oficial usan desde hoy chalecos antibalas, y en los alrededores, de manera imperceptible, soldados vestidos de civil están apostados en sitios estratégicos para evitar cualquier ataque.
La imagen que da el jefe del Ejecutivo, el jefe de las fuerzas armadas, es de temor, tiene miedo de una embestida del narcotráfico en su propia sede y con estas medidas manda un mensaje de que el enemigo lo tiene doblegado. Al menos eso es lo que muchos han interpretado.
En 1994, cuando el EZLN declaró la guerra al gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el despliegue de tropas en Chiapas y en 17 estados donde se presumía que la guerrilla tenía bases, fue impresionante, pues lo mismo se usaron tanquetas que helicópteros, aviones de combate y autos blindados para terminar con la insurrección. Fueron doce días de combate con un saldo de cien muertos.
En 1996, con la aparición del EPR en Guerrero y Oaxaca, nuevamente, el gobierno federal hizo gala de un gran despliegue de tropas y material militar para sofocar el brote de inconformidad social de un grupo de mexicanos empobrecidos que decidieron tomar las armas al no encontrar otra manera de canalizar las demandas de un cambio en el modelo político y económico, que sólo ha generado la pobreza en más de la mitad de la población nacional.
Desde aquellos años el gobierno ha utilizado todo su armamento, así como recursos humanos y labores de inteligencia para detectar, infiltrar, aislar y combatir a estos mexicanos – muchos de ellos campesinos, indígenas y obreros empobrecidos– que decidieron tomar las armas. También para cerrar cualquier fuente de financiamiento de organizaciones nacionales y extranjeras que simpatizan, tanto con zapatistas como con eperristas.
Con la guerrilla, pues, el Estado mexicano ha utilizado toda su fuerza y la sigue aplicando en las zonas más pobres de los estados del sur, donde siguen teniendo presencia estos grupos insurrectos. Cualquier brote es reprimido con la fuerza y hasta se utilizan las viejas prácticas de la desaparición. Pero no lo han hecho así con el crimen organizado que le va ganando la guerra declarada por Calderón.
A diferencia de la guerrilla, el gobierno federal no ha combatido al crimen organizado con toda su fuerza, sino que le ha dejado intactas sus fuentes de financiamiento y el poder que tiene sobre algunas regiones del país, como es el caso de Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Chihuahua y Nuevo León.
No ha pasado un solo día desde que el PAN llegó a la Presidencia de la República en que no se registre una muerte relacionada con el crimen organizado. Hay diferentes cifras pero en lo que va del gobierno de Felipe Calderón se estima que han ocurrido entre 11 mil y 12 mil muertes vinculadas con diferentes bandas, mientras que en la administración de Vicente Fox hubo 8 mil.
Esto es que, de acuerdo con cálculos extraoficiales, en los últimos nueve años han muerto 20 mil mexicanos producto de la lucha entre diferentes grupos del crimen organizado. Ninguna comparación con las muertes ocasionadas por el combate a la guerrilla.
La enorme diferencia con que el gobierno ha tratado estos dos problemas que amenazan la seguridad nacional es tan abismal que cabe preguntar por qué el Estado mexicano, es decir, el gobierno y el Ejército, no se ha aplicado con la misma intensidad en su lucha contra el narcotráfico como lo hizo contra el EZLN y el EPR. ¿Acaso son más peligrosos los luchadores sociales que, por desesperación, decidieron tomar las armas, que los grupos del crimen organizado que tienen más armamento y más poder económico y hasta político? ¿O es que tiene miedo de enfrentar un poder tan grande que ya se ha infiltrado en las esferas de los gobiernos municipal, estatal y federal? ¿O quizá sea que no quiere aplicar la ley ante grupos empresariales, financieros o inversionistas que también han hecho negocios prósperos con el crimen organizado?
Los ataques tipo guerrilla que La Familia ha perpetrado en varios estados, sobre todo en Michoacán, han comenzado a provocar temor en la población que se ve desamparada ante este grupo del crimen organizado, compuesto por cerca de 5 mil sicarios, a la orden de un grupo que lo mismo comercia con droga que trafica con personas, prostitutas, mercancía ilegal y hasta la piratería de música y películas.
Las detenciones que se han hecho hasta el momento de algunos cabecillas no ha aminorado el poder de este grupo michoacano ni de ningún otro cártel de los que operan en todo el país. Tampoco el uso del Ejército ha menguado su presencia en ciudades como Juárez, donde la violencia sigue cobrando vidas de la población.
Mientras la ola de violencia sigue en todo el país, con imágenes de hombres y mujeres decapitados o ejecutados, de escenas dantescas de autos incendiados, resulta más preocupante ver que en Los Pinos, Felipe Calderón se refugia con medidas de seguridad más estrechas que de costumbre.
El mensaje preocupa porque da a entender que Calderón ha sido doblegado, que ha perdido la guerra contra el narcotráfico y que ahora busca refugiarse en su propia casa.
JOSÉ GIL OLMOS. PROCESO. CARTÓN DE HERNÁNDEZ.
La imagen que da el jefe del Ejecutivo, el jefe de las fuerzas armadas, es de temor, tiene miedo de una embestida del narcotráfico en su propia sede y con estas medidas manda un mensaje de que el enemigo lo tiene doblegado. Al menos eso es lo que muchos han interpretado.
En 1994, cuando el EZLN declaró la guerra al gobierno de Carlos Salinas de Gortari, el despliegue de tropas en Chiapas y en 17 estados donde se presumía que la guerrilla tenía bases, fue impresionante, pues lo mismo se usaron tanquetas que helicópteros, aviones de combate y autos blindados para terminar con la insurrección. Fueron doce días de combate con un saldo de cien muertos.
En 1996, con la aparición del EPR en Guerrero y Oaxaca, nuevamente, el gobierno federal hizo gala de un gran despliegue de tropas y material militar para sofocar el brote de inconformidad social de un grupo de mexicanos empobrecidos que decidieron tomar las armas al no encontrar otra manera de canalizar las demandas de un cambio en el modelo político y económico, que sólo ha generado la pobreza en más de la mitad de la población nacional.
Desde aquellos años el gobierno ha utilizado todo su armamento, así como recursos humanos y labores de inteligencia para detectar, infiltrar, aislar y combatir a estos mexicanos – muchos de ellos campesinos, indígenas y obreros empobrecidos– que decidieron tomar las armas. También para cerrar cualquier fuente de financiamiento de organizaciones nacionales y extranjeras que simpatizan, tanto con zapatistas como con eperristas.
Con la guerrilla, pues, el Estado mexicano ha utilizado toda su fuerza y la sigue aplicando en las zonas más pobres de los estados del sur, donde siguen teniendo presencia estos grupos insurrectos. Cualquier brote es reprimido con la fuerza y hasta se utilizan las viejas prácticas de la desaparición. Pero no lo han hecho así con el crimen organizado que le va ganando la guerra declarada por Calderón.
A diferencia de la guerrilla, el gobierno federal no ha combatido al crimen organizado con toda su fuerza, sino que le ha dejado intactas sus fuentes de financiamiento y el poder que tiene sobre algunas regiones del país, como es el caso de Michoacán, Guerrero, Tamaulipas, Chihuahua y Nuevo León.
No ha pasado un solo día desde que el PAN llegó a la Presidencia de la República en que no se registre una muerte relacionada con el crimen organizado. Hay diferentes cifras pero en lo que va del gobierno de Felipe Calderón se estima que han ocurrido entre 11 mil y 12 mil muertes vinculadas con diferentes bandas, mientras que en la administración de Vicente Fox hubo 8 mil.
Esto es que, de acuerdo con cálculos extraoficiales, en los últimos nueve años han muerto 20 mil mexicanos producto de la lucha entre diferentes grupos del crimen organizado. Ninguna comparación con las muertes ocasionadas por el combate a la guerrilla.
La enorme diferencia con que el gobierno ha tratado estos dos problemas que amenazan la seguridad nacional es tan abismal que cabe preguntar por qué el Estado mexicano, es decir, el gobierno y el Ejército, no se ha aplicado con la misma intensidad en su lucha contra el narcotráfico como lo hizo contra el EZLN y el EPR. ¿Acaso son más peligrosos los luchadores sociales que, por desesperación, decidieron tomar las armas, que los grupos del crimen organizado que tienen más armamento y más poder económico y hasta político? ¿O es que tiene miedo de enfrentar un poder tan grande que ya se ha infiltrado en las esferas de los gobiernos municipal, estatal y federal? ¿O quizá sea que no quiere aplicar la ley ante grupos empresariales, financieros o inversionistas que también han hecho negocios prósperos con el crimen organizado?
Los ataques tipo guerrilla que La Familia ha perpetrado en varios estados, sobre todo en Michoacán, han comenzado a provocar temor en la población que se ve desamparada ante este grupo del crimen organizado, compuesto por cerca de 5 mil sicarios, a la orden de un grupo que lo mismo comercia con droga que trafica con personas, prostitutas, mercancía ilegal y hasta la piratería de música y películas.
Las detenciones que se han hecho hasta el momento de algunos cabecillas no ha aminorado el poder de este grupo michoacano ni de ningún otro cártel de los que operan en todo el país. Tampoco el uso del Ejército ha menguado su presencia en ciudades como Juárez, donde la violencia sigue cobrando vidas de la población.
Mientras la ola de violencia sigue en todo el país, con imágenes de hombres y mujeres decapitados o ejecutados, de escenas dantescas de autos incendiados, resulta más preocupante ver que en Los Pinos, Felipe Calderón se refugia con medidas de seguridad más estrechas que de costumbre.
El mensaje preocupa porque da a entender que Calderón ha sido doblegado, que ha perdido la guerra contra el narcotráfico y que ahora busca refugiarse en su propia casa.
JOSÉ GIL OLMOS. PROCESO. CARTÓN DE HERNÁNDEZ.
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